En 1953, cuando tenía 24 años, fue designado por el Instituto Geográfico Militar para realizar estudios topográficos en la Antártida durante un año. Don Olsson nunca olvidó su extraordinaria aventura helada y la plasmó en un libro
Convicción y valentía, lealtad y vocación. Con estos valores se forjó, hace casi 70 años, una inolvidable expedición a la Antártida Argentina que recorrió más de 1000 kilómetros a pie y en trineos para estudiar a fondo esa inhóspita geografía de la patria.
Uno de los integrantes de la misión fue el obereño Emilio Carlos Olsson, en ese entonces un joven de 24 años, que fue designado por el Instituto Geográfico Militar para realizar estudios topográficos durante todo un año en las tierras heladas de la Antártida, algo inédito hasta entonces.
«Cuando llegamos al Canal de Beagle y aparecieron los primeros témpanos fue algo maravilloso, como un sueño increíble que se hacía realidad», evocó don Emilio Olsson en una entrevista que hicimos años atrás.
Falleció en 2011, a los 81 años, pero nunca olvidó su aventura helada y la plasmó en un libro. También fue responsable de gran parte del relevamiento topográfico de la provincia de Misiones, para lo que tuvo que internarse y recorrer miles de kilómetros en la espesura del monte misionero. Además, cumplió diferentes cargos públicos de importancia y fue diputado provincial
La expedición a la Antártida partió de Buenos Aires el 2 de diciembre de 1953, el día 10 arribó a Ushuaia y una semana más tarde desembarcó en el continente helado.
La misión tenía dos etapas preestablecidas: construir un destacamento y realizar estudios topográficos de avanzada, que estaban a cargo de Olsson. Pero en esa región del planeta cada día se presenta como un nuevo desafío, con temperaturas de 40 grados bajo cero y ráfagas que superan los 200 kilómetros por hora. Por eso, hasta las tareas más cotidianas demandan un gran esfuerzo y resistencia física: «Digo que nunca transpiré tanto como en el Antártida», recordó Olsson.
Aventuras inolvidables
En los primeros meses de adaptación, y mientras los obreros construían el destacamento Esperanza, los integrantes de la misión estudiaron la zona y ultimaron los detalles para las futuras expediciones. Cada día traía consigo alguna anécdota inolvidable. Como el día que Olsson desafió al mar helado… sí, al mar helado.
«Estuvimos todo el día acarreando carbón y cuando me fui a bañar no había agua -relató-. Entonces agarré un pedazo de jabón, me tiré al mar y casi me congelo, pero no quería que mis compañeros me carguen y aguanté un rato más».
«Lo peor fue que el jabón no limpiaba porque se neutralizó con la sal del mar, entonces era lo mismo que nada y salí corriendo. Me puse delante de una estufa y nunca más entré al mar», confesó entre risas.
Otra de las tareas diarias e imprescindibles era la fabricación de agua, para lo que debían recolectar buena cantidad de nieve -siempre y cuando los pingüinos no hagan sus necesidades cerca- o rescatar del mar pedazos de témpanos que luego se descongelaban en calderos.
Tal vez hoy, con los avances tecnológicos, la vida sea más sencilla; pero hace 69 años fue muy difícil sobrevivir en el continente blanco. Y mejor que lo cuente don Olsson, como esa vez que casi voló el techo del destacamento Esperanza. «Manzione empezó a gritar desesperado, corrimos todos a ver qué pasaba y vimos que el techo subía y bajaba como diez centímetros por las ráfagas del viento», relató como si fuera una película de acción.
Para solucionar el problema entró en acción el capitán Benavides, quien ordenó a los hombres que se colgaran del techo.
«Venía el viento y nos subía a los catorce, después nos bajaba y descansábamos un rato. Hasta que pasó lo peor y empezamos a reírnos. Después el capitán designó algunos compañeros y ataron el techo con alambres», recordó Olsson.
Dos expediciones
La misión de 1953 estuvo integrada por quince hombres, comandados por el teniente coronel Fortunato Castro. Pero el alma del grupo fue el capitán Manuel Benavides, quien estaba en la Antártida ya desde un año antes.
Además, Emilio Olsson recuerda con gran respeto y afecto a Ítalo Sani, el fotógrafo de la expedición, al profesor de esquí Liquitay, al sargento Agustín Alonso, encargado de las comunicaciones, al cocinero Guzmán y al soldado Homero Manzione, hijo del famoso compositor Homero Manzi.
Y sin dudas, los momentos más críticos de la experiencia Antártica se vivieron durante las dos expediciones para realizar relevamientos topográficos, en las cuales participó el obereño.
La primera se desarrolló en julio, bajo el más crudo invierno, y los expedicionarios estuvieron a punto de perder la vida.
«A mí se me congelaron los dedos y de noche no podía dormir, sólo lloraba. Nos estábamos congelando, a punto de morir. Pero seguíamos porque había que cumplir con lo que nos habíamos propuesto», recordó.
Esa desgarradora confesión marca a fuego el coraje y la voluntad de un grupo de hombres que desafiaron a la naturaleza más cruenta por el bien de la patria. Y, más allá de los pesares, cumplieron su misión con éxito, como lo marcan las crónicas de importantes diarios de la época que evocan el hecho como una verdadera epopeya.
La segunda expedición se realizó en septiembre, con un clima un poco más benigno, aunque también sufrieron los problemas propios del descongelamiento antártico, que originó imprevistas grietas y constante peligro. De todas formas, los hombres superaron todos los contratiempos y relevaron más de 6000 kilómetros cuadrados en la Antártida Argentina, un hecho que hoy adquiere el valor de hazaña.
Libros y memorias
El obereño volvió de la Antártida con una idea fija: reflejar en un libro las vivencias y emociones que recogió durante un año en su misión al continente blanco. Incluso, durante las expediciones más duras lo acompañaron sus apuntes, que luego sirvieron de impulso para escribir sus memorias.
Aquí compartimos un extracto del primer capítulo del libro «Antártida Argentina, 50 años después», de Emilio Olsson.
«Era el día 2 de diciembre de 1953. Desde un cielo sin nubes, el sol nos despedía abrasador como si quisiera dejarnos el recuerdo de una potencia que sus rayos no tienen allí, en las tierras blancas y desoladas del Sur lejano. Casi no soplaba viento, una brisa ligera y muy cálida movía apenas algunas hojas de los árboles de la costa. El barco, que estaba casi inmóvil, como dormido sobre las aguas del río, comenzó a alejarse despacio. Iniciaba yo el viaje largo que, tantas veces, había llegado a mis sueños con la seducción de lo desconocido y misterioso. Estaba pensativo, como si no viviera la emoción de la despedida.
Sí, estaba viviendo únicamente mis emociones, mis ideas, la iniciación de un sueño que se cumplía. Reaccioné de pronto, comprendí la realidad de mi partida, y miré hacia la costa, que quedaba atrás, como si, entre todas aquellas madres que levantaban sus pañuelos húmedos de lágrimas, estuviera ella. Alcé las manos y yo también, como otros, saludé a mi madre, pero ella no estaba en el puerto. Quizá, sin tener el valor para ver cómo el barco se llevaba a un hijo hacia un lugar tan lejano y misterioso, prefirió llorar su partida y ocultar sus lágrimas. Yo sabía del dolor de mis padres, para mí los más humildes y los más buenos, y sentí que, involuntaria pero firmemente, las lágrimas comenzaban a brotarme.
Buenos Aires fue quedando atrás, desaparecieron sus rascacielos imponentes y el humo de sus fábricas formaba, en lo alto, una bruma negra. El sol de la tarde acariciaba el agua del río, el buque avanzaba».
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Daniel Villamea, periodista, hincha de River (no fanático), Maradoniano, adicto a Charly García, Borgiano y papá de Manuel y Santiago, mis socios en este proyecto independiente surgido de la pasión por contar historias y, si se puede, ayudar a otros.