Gabriel Takakura es referente de la cocina japonesa en el país. Consagrado en Buenos Aires volvió a sus raíces. “En Misiones ganamos tranquilidad y calidad de vida”, aseguró el propietario y cocinero de Takumi, en Oberá
Catorce años atrás, en Buenos Aires, Gabriel Mauricio Takakura (54) manejaba tres emprendimientos gastronómicos con 60 empleados que todos los todos los días se traducían en “60 problemas”, como graficó. Salir a trotar era su cable a tierra para canalizar el estrés cotidiano.
Pero el manejo de los negocios, con la complejidad que implica, pasó a ser casi una nimiedad comparado con lo que le pasó la mañana que fue víctima de una entradera en su casa, cuando regresaba del banco.
La violencia de los delincuentes se tradujo en una grave herida en la cabeza y una semana en terapia intensiva. Fue el último y dramático capítulo de la vida de “Gabu” Takakura y su familia en la ciudad de la furia.
Las presiones de la capital, más la creciente inseguridad, los embarcó a él y a su esposa a volver a las raíces, ya que ambos son misioneros. Él nació en Posadas, pero se crio en Jardín América, y ella es oriunda de Campo Grande.
Así, en 2012 la pareja y sus dos hijas se instalaron en Campo Grande, donde residen y tienen una librería, mientras que Gabu viaja todos los días a Oberá para atender Takumi -artesano de la cocina en japonés-, además de otros emprendimientos.
De bajo perfil, es considerado un maestro de los actuales referentes de la cocina japonesa en el país, con el sushi como estandarte, especialidad de su local en Oberá.
En Buenos Aires trabajó en los restoranes orientales más emblemáticos; estuvo becado en Japón, tuvo sus propios emprendimientos y hasta fue armador de barcos en el Sur. Una vida intensa y repleta de desafíos.
Formado en la antigua disciplina japonesa, reflexionó: “Si a vos no te superan tus alumnos, vos no servís como maestro”, y subrayó que “el cocinero es un artesano y lo van a juzgar por su obra”.
¿Cómo nació tu vínculo con la cocina?
Soy misionero, nací en Posadas y me crie en Jardín América. A los 13 falleció mi abuela y mi abuelo no quería venir a vivir a Misiones, entonces me mandaron con él para hacerle compañía. Entre los dos sobrevivimos tres semanas a base de salchichas, que era lo único que sabíamos cocinar, y claro, nos agarró una patada al hígado. Ahí empezamos a cocinar entre los dos. Él tenía un nieto y yo tenía la inquietud de aprender. Se puede decir que nació de una necesidad.
¿Cuándo te diste cuenta que la cocina podría ser tu oficio?
En el secundario me recibí de maestro mayor de obra, entonces lo siguiente era estudiar arquitectura o ingeniería. Pero me peleo con mi viejo, en una edad de rebeldía, y volví a lo que me gustaba hacer. Me gustaba cocinar y empecé a trabajar en la cocina. Ahí justo era el auge del sushi. En esa época era muy de maestro a discípulo, el ambiente era muy cerrado, no era un occidental o un nieto de japonés quien enseñaba; no, eran todos japones y todavía creían en eso de maestro y discípulo. A mi maestro lo convocaron para abrir un restorán en un hotel de 5 estrellas, el Caesar’s Park. Ahí, empezando a trabajar, decidí estudiar hotelería. Hotelería tiene la parte de habitaciones y la parte de alimentos y bebidas, yo fui por lo segundo. Estudiaba y trabajaba. Incluso tuve dos trabajos para pagar la carrera, porque era cara. Y seguía distanciado de mi padre. Después, con los años, lo pude digerir, porque sentía que me habían echado de mi casa a los 13 años. Eso también me hizo creer que mi casa es donde estoy parado.
Comenzaste con tu maestro y después hiciste un recorrido por los restoranes más prestigiosos…
En esa época había cinco, seis restoranes japones en Buenos Aires. Yo trabajé en uno de los restoranes tradicionales, y después fuimos a un hotel 5 estrellas que habría un restorán dentro del hotel. Ahí fuimos diversificando, ya se masificó y el sushi se hizo más yanqui. Porque nuestro sushi es bien yanqui. No es japonés tradicional, lamentablemente.
¿Cuál es la diferencia entre el sushi yanqui y el tradicional?
Los primeros cocineros que fueron de Japón a Norteamérica notaron que el paladar yanqui tenía cierto rechazo al alga negra. Entonces lo dieron vuelta: el arroz quedó del lado de afuera y el alga quedó en la parte de adentro. Nosotros estamos más acostumbrados a ese estilo de sushi. En Japón lo que más se consume es el nigiri, que significa apretado con la mano y es una lonja de pescado sobre un bollito de arroz que se come de un solo bocado.
¿Se puede decir que compatibilizaste muy bien el trabajo con el estudio?
Yo pienso que el cocinero es un mercenario. O es por la plata o es por el conocimiento. Yo en mis días de franco sacaba a pasear el perro de mi maestro, porque tenía ese respeto y lo sentía como una obligación; a cambio de qué, del conocimiento. Nunca fue porque quería ganar más plata. Siempre fue por conocimiento. Fui becado a Japón y teníamos prácticas de ocho horas, pero yo pasaba 16. Entonces arrancaba a las 7 de la mañana y me quedaba hasta las 9 de la noche.
También marca que tuviste mucha disciplina…
No sé si disciplina. Yo digo mercenario, porque necesito conocimiento. Cuando uno nada contra la corriente y en un momento se aferra, listo. Hasta ahí llegaste. No podés avanzar más. Hay que ir contra la corriente lo más que se pueda para adquirir más conocimiento.
Con tu maestro aprendiste cocina japonesa, ¿y en la escuela qué aprendiste?
En hotelería es cocina internacional, pero la base es cocina francesa, las salsas son francesas. La beca en Japón fue cocina italiana, francesa, japonesa y china, y estuvo bueno porque todo cocinero es ávido. Es difícil encontrar un cocinero con pasión que diga ‘hago sólo cocina italiana’. El cocinero es curioso, prueba, busca cosas todo el tiempo. En mis años en Buenos Aires hice un poco de todo. Tuve restoranes y fui probando. Tuve delivery, restorán, parrilla, pizzería. Siempre enfocado en generar algo. Así uno va adquiriendo conocimientos en general, desde la apertura de un restorán, que no es nada fácil por las regulaciones que hay allá. Incluso, cuando ya estaba afincado en Misiones iba a Buenos Aires a la casa de un amigo dos semanas por mes, y así estuve un año para la apertura de un restorán. Pero es algo que a uno le gusta.
Por lo que se ve de afuera, la cocina es un rubro de mucho estrés…
Tiene su carga de estrés, pero es lo más satisfactorio. El despacho de un evento grande o de un restorán grande, formar parte de un equipo, liderar y motivar el equipo, controlar que la gente no se disperse y tratar de anticipar los puntos donde se puede atascar. Eso es lo lindo. El cocinero es un artesano y lo van a juzgar por su obra, que si bien en menor o mayor medida es algo simple.
En Buenos Aires te iba bien profesionalmente, ¿por qué tomaron la decisión de volver a Misiones?
Mi esposa también es misionera, es de Campo Grande. Ya había nacido nuestra primera hija y pasaron varias situaciones. Lo más grave fue que me robaron. Me hicieron una entradera muy violenta, en Villa Urquiza, donde vivíamos. Volvía del banco, un culatazo y once puntos en la cabeza. Me entregaron. Estuve una semana en terapia intensiva y dije no quiero esto para mis hijos. Y al final uno siempre vuelve a las raíces. Fue en 2012 y lo decidimos con mi esposa, que años antes había ido a estudiar.
¿Qué resignaste y que ganaste al volver a Misiones?
No veo qué haya resignado nada, sino que valoro lo que gané. Siempre miro hacia adelante y ganamos calidad de vida y tranquilidad. La plata va y viene, pero la tranquilidad es fundamental. En Buenos Aires, en la última etapa, tenía dos restoranes con unos socios y yo tenía un delivery aparte, y era manejar 60 personas que eran 60 problemas. El nivel de estrés que genera eso, no sé si vale la pena. Mi amigo me sigue diciendo ‘volvés y te consigo la casa’, pero la tranquilidad que hay acá prima mucho. Aparte, uno también ya es más grande.
Y acá abriste Takumi, que es la referencia de la cocina japonesa en Oberá…
Cuando vine tenía dos opciones, o trabajar con mi mujer en la librería o volver a las raíces. Pero de verdad, la cocina es algo que me sigue apasionando. Acá redescubrí que me gusta la cocina. Allá compraba todo hecho, acá lo tengo que hacer de cero. Y ahí es donde uno dice ‘ah, esto es lo que la abuela hacía’, y vas redescubriendo todo el proceso. Acá primero fue todo delivery primero, pero ahora armamos un espacio destinado más que nada a los chicos de las facultades (que están a un paso). Quiero hacer algo que se hace en Buenos Aires y el concepto está bueno: se llama omakase, que significa lo que el chef disponga. Es un menú del día, nada encasillado, y eso es lo que le gusta al cocinero. Porque si no, uno se cansa un poco. Si bien para que un negocio sea rentable uno tiene que mantener los costos, y eso se logra estandarizando y logrando una estabilidad del producto.
Más allá de la economía siempre difícil, en Oberá todo el tiempo abren negocios de comida. ¿Por qué se da eso?
La comida funciona porque antes de hablar, nosotros comemos. Después va a depender de muchos factores. En Buenos Aires, al ser la torta tan grande, uno puede inventar algo y se puede mantener en el tiempo; pero acá tenemos que convencer a la gente y mantenerla en el tiempo. Después, hay escuelas de cocina que a veces atentan un poco contra el espíritu, porque hay como un lavado de cerebro en el sentido que les dicen ‘vas a ser el súper chef’ y la mayoría va a una cocina grande y se golpea con la realidad. Por eso, todo depende cómo uno está parado. Si estás con los pies en el suelo, todo lo que te enseñan es muy bueno.
¿Cómo somos los misioneros para probar nuevas comidas?
Comparado con Buenos Aires, el obereño en general es más abierto a probar. Allá te tiene que gustar el sushi o la comida japonesa para ir. Pero acá, como bien le dicen el crisol de razas, es bastante abierto. Si uno no conoce, nunca falta un amigo o familiar de origen extranjero que te dice probá esto o aquello. Y está bueno.
Muchas veces se habla de apoyar a los productores locales, ¿pero tienen volumen o condiciones para abastecer el mercado?
Acá venía un productor de hongos y yo le compraba, pero al no tener volumen uno no puede generar un circuito. En ese sentido los misioneros somos un poco cerrados, nos cuesta. Va todo de la mano, porque el hongo se encarece porque la mitad se pudre y se tiene que tirar, y el productor tiene que vivir. Se pudre poque no hay un circuito comercial. Lo mismo las hierbas. Acá se consigue perejil, cebollita de verdeo y orégano, no hay otra cosa. A veces hay menta, pero porque es un yuyo de la huerta de cada uno. Estamos un poco limitados. Pero hace poco fui a Iguazú y, al tener un público internacional, allá ya es más sencillo encontrar diferentes hierbas, vegetales y hortalizas.
Debe ser un orgullo que te consideren el maestro de los mejores sushimen del país…
Es difícil hablar de uno, pero puedo decir que siempre traté de tomar gente de cero y los fui formando, muchos de los cuales ahora tiene su restorán. Incluso, un alumno mío trabaja en un restorán 2 estrellas Michelin en Europa. Creo que esa es la función del maestro, que tus alumnos te superen. Si a vos no te superan tus alumnos, vos no servís como maestro. Sino la humanidad se estancaría en tratar de encender el fuego, porque si el maestro pudo encender el fuego y el alumno no, ahí murió todo. La función del maestro es tratar que sus alumnos lo superen. Eso es lo que hace bien. Me llena de orgullo que mis alumnos, mis discípulos me superen. Yo no voy a sentir envidia, quiero que me superen. Eso quiere decir que les toqué el corazón. Les encendí la llama y ellos pudieron brillar por su cuenta. Logré mi cometido.
¿Qué es lo mejor que te dio la cocina?
Siempre fue conocer gente. Yo soy más de los fuegos, de la trinchera, que la dirección. Si bien la vida me fue dando herramientas para dirigir una guerra, a mí siempre me gustó la trinchera, estar mano a mano y hombro a hombro con mis cocineros. Los mejores recuerdos son despachos grandes de 200, 300 personas y tratar de que todo salga perfecto. Lograr eso es la satisfacción más grande. Cuando terminás la jornada laboral en un restorán, un hotel o un evento y decís qué bien que salió.
(Perfil)
Gabriel Mauricio Takakura, 54 años, casado y dos hijas.
En Buenos Aires trabajó en los mejores restoranes japones, como Furusato, Sushi Sushina y Midori, en el hotel Caesar`s Park.
Incursionó en la industria pesquera, donde fue supervisor de planta de frescos, congelados y ahumados, y hasta fue armador de barcos en el Sur.
Fue dueño e instructor de la Escuela de cocina Wasabi. Abrió el restorán japonés Miyako, delivery Takumi (el mismo nombre que en Oberá) y parrilla Los Arribeños. Además, fue chef asesor en los restoranes Fujisan y Nobiru.
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Daniel Villamea, periodista, hincha de River (no fanático), Maradoniano, adicto a Charly García, Borgiano y papá de Manuel y Santiago, mis socios en este proyecto independiente surgido de la pasión por contar historias y, si se puede, ayudar a otros.